1. La luz o César Vallejo
y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte
[Julio Cortázar, en una carta a Alejandra Pizarnik, septiembre de 1971]
Empiezo a escribir este prólogo el jueves 3 de marzo de 2016. En Honduras, en una ciudad llamada La Esperanza, acaban de asesinar a Berta Cáceres.
Cuentan que murieron de sed, murieron de odio, murieron de cólera, murieron de estar siempre solas, murieron de algo que nadie quiere explicarnos.
Berta Cáceres era líder comunitaria, activista ambiental y defensora de los derechos humanos; Berta Cáceres era indígena, mujer y feminista; Berta Cáceres era un río sin represa, y el poder, que por definición solo entiende de muerte, no podía —no puede— tolerar a quien habla con claridad el lenguaje de la vida.
El ejército las encerró en las celdas más oscuras de las prisiones más húmedas de nuestro país. Las acusó de subversivas. Nadie volvió a saber de ellas y de sus largas faldas floreadas y de sus turbantes hechos con pañuelos negros.
En una carta de septiembre de 1971, Julio Cortázar le escribía a Alejandra Pizarnik —quien había intentado suicidarse unos meses atrás—: «Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria».
El año del armadillo era una casa que nadie quería habitar.
Precisamente, Martín Cálix comienza su poemario citando a Vallejo: Hay un vacío / en mi aire metafísico / que nadie ha de poder palpar. Con este epígrafe el autor nos anuncia la contradicción que atraviesa y —paradójicamente— articula el libro: El año del armadillo es una narración de lo que no ocurrió; una crónica del tiempo detenido; una interminable enumeración de ausencias. Un vacío que nadie ha de poder palpar porque ya no hay nada tangible, no hay nada que contar excepto el propio vacío. Después de ese año terrible y frío, al poeta solo le queda el dolor, y el recuerdo del dolor.
Entonces, recorrí este territorio baldío buscando otra casa.
Sin embargo, la cita de Vallejo no es únicamente una advertencia sobre la (im)posibilidad de recuperar lo perdido. Como en la obra del escritor peruano, para Cálix la memoria —que es aquí antónimo de historia, de discurso «oficial»— y la ternura —como oposición a la crueldad del poder, a su esencia— son formas de resistencia. En El año del armadillo la poética es también una política, es decir, es una manera de intentar (re)construir el territorio. La palabra, incluso cuando se utiliza para describir la devastación de un país, es algo que el autor elige situar, como decía Cortázar, en la luz, contra quienes convierten la esperanza en sinónimo de muerte, contra los verdugos, del lado de la vida.
2. El año más triste o un continente llamado Macondo
Ha llovido cien noches y cien días continuos
y la ciudad
ha sufrido
en sus ejes
un ángulo de inclinaciones
complicadísimas.
[Roberto Sosa, Un mundo para todos dividido, 1971]
También en 1971, Roberto Sosa —probablemente el poeta hondureño con mayor reconocimiento internacional— ganaba el premio Casa de las Américas con Un mundo para todos dividido. En este poemario encontramos la misma desolación que Martín Cálix dibujará casi medio siglo después en El año del armadillo: una ciudad, un país, un (no) lugar arrasado por el frío y por la lluvia, por la violencia y la desmemoria. En la obra de Sosa, no obstante, todavía se reconoce, aunque deformado, el espacio de la urbe. El poeta está ahí, narrando el momento exacto del derrumbe, pero ese presente, esa destrucción, parece haber existido siempre. No hay, en Un mundo para todos dividido, posibilidad de memoria, de pasado: Nosotros nunca hemos sido niños / El horror / asumió su papel de padre frío.
Cálix, en cambio, nos habla de un tiempo pretérito, pero también interrumpido y desconectado del ahora. Ya lo hemos dicho: tras el año del armadillo no ha quedado nada, excepto los recuerdos difusos de una época que lo ha devorado todo, incluso a sí misma. Y, a pesar de todo, son esos recuerdos, esas menciones imprecisas de asesinados y desaparecidas, esas imágenes borrosas anteriores al año más triste las que impiden que la tarea del armadillo se consume.
Tal vez por ello el poeta emplea, especialmente en la primera parte del libro, una voz que remite a la tradición oral: un tono cuasi mítico, una edad indefinida, un ritmo de letanía. Martín —también lo hemos dicho— nos está contando lo que no pasó, o explicado de otra manera, está dando voz a quien nunca la tuvo; está nombrando a quienes jamás tuvieron nombre: Hago de tu tumba / mi tumba / de tu voz / mis voces / de tu sombra / mi esqueleto hambriento / Vieja / contaste alguna vez / que nunca se debía / olvidar a los muertos. Si la historia, el poder, significa muerte y olvido, la memoria, la poesía, debe ser un compromiso con la vida.
El poemario se cierra con la última lluvia del año / precipitada sobre nuestra ternura. Estos versos (me) recuerdan al final de Cien años de soledad, y la imprecisión de un paisaje que sabemos Honduras pero que podría ser cualquier ciudad o país latinoamericano remite inevitablemente a Macondo. Sin embargo, lejos de contemplar con Aureliano Babilonia cómo el tiempo lo arrasa todo, cómo todo lo convierte en olvido, encontramos en la profunda tristeza de El año del armadillo aquel pulso sobre la tierra de Cortázar: algo que podríamos llamar luz o César Vallejo; algo que podríamos llamar ternura o dignidad, memoria o poesía.
Algo, en definitiva, parecido a la esperanza.
Ésta
es la última lluvia del año
precipitada sobre nuestra ternura
ha terminado
la más profunda contemplación del frío.
[Escribí este texto como prólogo para el poemario El año del armadillo, de Martín Cálix (Difácil, 2016). Imagen: el grafitero Maeztro Urbano realizando una intervención en el Distrito Central de Honduras].